Un cubata en Estambul
Estambul es de esas ciudades que siempre sorprenden, que tienen algo mágico para los europeos occidentales y en las que siempre surge una anécdota que se recuerda una y otra vez y siempre resulta igual de divertida (por ejemplo, Baño turco de este blog).
En esta ocasión, agosto de 2011, íbamos doce, seis adultos y seis chicos, por lo que a la hora de moverse, desplazarse o buscar sitios para cenar era, a veces, un poco trabajoso.
Estábamos en un hotel muy cuco. Las habitaciones no eran muy grandes, de hecho, la cama de nuestra habitación, pegada por completo a una pared, ocupaba prácticamente toda la estancia y había que tener una estrategia diseñada para levantarse por la noche al cuarto de baño reptando hacia atrás y no empotrándose en la pared del fondo. La otra opción, mucho peor, era saltar por encima del Manolo durmiente a riesgo de despertarlo, aterrizar bruscamente sobre los zapatos o abrirse la crisma contra la mini-mesilla. Pero este hotel tenía algo estupendo: La terraza. Una preciosa terraza con vistas a la plaza de Sultanahmet, la Mezquita Azul y Santa Sofía.
Ese día, los mayores queríamos una velada tranquila y disfrutar de esa magnífica terraza, así que Manolo propuso mandar a los chicos a tomar un kebab sin que se alejaran mucho de la zona. Ya había alguno mayorcito y con los móviles no habría ningún tipo de problema. Los chicos estaban encantados con la idea y, a pesar de que hubo que romper alguna reticencia de algún padre que veía peligros por todos sitios, al final se fueron a por el kebab y nosotros a la terraza.
Cenamos bastante bien a base de tapas y pinchos locales en un ambiente de Las mil y una noches. Y llegó el momento de los cubatas. El camarero, un chico bastante joven, no tenía ni idea de inglés y mucho menos español. Ni de alcoholes. El pedido era algo así como: dos gintonic, dos ron con cocacola, un whisky con ginger ale y una cerveza. Como si estuviéramos pidiendo una bebida de Krypton en arameo. Igual. Después de un esfuerzo sobrehumano por las dos partes, nuestro amigo Antonio y yo misma nos acercamos con el camarero a la barra y le fuimos indicando, copa a copa, los hielos, el licor, el refresco y las rodajas de limón que había que poner en cada uno de ellos. Con la cerveza no hizo falta.
Por fin, veinte minutos después, pudimos disfrutar de nuestro cubata con las magníficas vistas de Estambul.
Estábamos muy a gusto en esa terraza. Llamamos a los chicos, que lo estaban pasando genial con esa recién estrenada independencia en una país extranjero y, puesto que iban a tardar un rato en venir, nos atrevimos a pedir otro cubata y llamamos al camarero.
Esta vez vino otro. Un poco mayor que el anterior, igual ya había cumplido los 20. Además nos aseguró que sabía idiomas, varios idiomas, y que podíamos medio entendernos en español, inglés y francés, lo que suponía una gran ventaja.
Lo primero que hizo fue pedirnos disculpas en nombre de su compañero, que era nuevo y que, además de no conocer nada de idiomas, tampoco estaba muy puesto en hostelería. Disculpas aceptadas. Antonio, que sabe hablar francés bastante bien, no perdió la ocasión para lucir su acento y tomó la voz cantante: "nous prendrons tout de même" –dijo– y empezó a enumerar nuevamente nuestro pedido: "une bière, dux...", supongo que su intención era la de decir que todos íbamos a repetir ronda.
— No se preocupen —dijo el chico—, ya sé lo que quieren.
Y nos miró con una sonrisa cómplice que parecía indicar que él si que estaba puesto, que era un profesional y que no había petición de los “guiris” que se le resistiera, no como el pardillo de su nuevo compañero.
Pues nada, todos tan contentos. ¡Al fin nos entendieron!
Al rato viene nuestro nuevo y flamante camarero, bandeja en mano, con nuestros cubatas y la cerveza. Todos los vasos contenían un líquido marrón con hielo y una rodaja de limón. Eso sí, unos más claros y otros más oscuros, que para eso cada uno queríamos una cosa distinta. No había dos iguales. Empezamos a probarlos a ver cual era el nuestro: “Parece que este es más claro, debe de tener más tónica, será el tuyo”. Al gusto, también se notaba que unos tenían más ginebra, o más ron o más whisky: “Si pero el mío era de ginebra y este sabe pelín más a ron”. Nos miramos y nos echamos a reír. Nos tomamos los cubatas pasándonoslos de uno a otro como si fueran un porro con la esperanza de dar con el más parecido a nuestro pedido, pero fue una misión imposible. Terminamos la velada con dolor de barriga de tanto reír y una considerable chispa por la mezcla.
Nuestro profesional de hostelería se había dedicado a echar en cada vaso un poco de cada cosa a discreción, que para eso habíamos pedido “lo mismo”, en la cantidad que le pareció oportuna en cada momento. Eso sí, nos cobró el equivalente a 5 cubatas por barba. Y dos cervezas.
Si valoramos las veces que tomando un cubata nos hemos acordado de esos brebajes y nos hemos vuelto a descuajaringar, nos salieron baratos.
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