Covid-19: imprudencias

Imprudencias, ni una ni media.

Covid. Imagen Pixabay.
Virus Covid 19. 
Ilustración Pixabay

Decía mi padre que "imprudencias, ni una ni media". Casi todo lo que hacemos tiene consecuencias, buenas o malas, pero las tiene. Cuando a priori sabemos que la consecuencia, de haberla, es mala, tenemos que andarnos con mucho cuidado. Sin embargo todos todos todos, hemos pecado alguna vez de "listos" y hemos pensado que "por una vez, qué va a pasar", "a mí eso no me pasa", "es una exageración", "eso no va conmigo" etc., y nos hemos lanzado a la piscina.

Si uno toma una copa esporádicamente y se sube al coche, lo más fácil es que no pase nada, pero también podría pasar que ante una momentánea falta de reflejos por el alcohol, tengamos un accidente en el que nos matemos o matemos a alguien.

Si uno es un alcohólico o un kamikaze y se sube al coche, no tiene perdón de Dios. Hay muchas posibilidades de que se lleve a alguien por delante y, además, de que le importe un pimiento. Una mala persona...

Con una enfermedad como la #Covid-19, pasa algo similar. Hay que tomar todas las precauciones posibles y evitar, en todo lo que podamos, ser parte del problema. Si los políticos, los medios de comunicación, los intereses mundiales o lo que sea nos engañan, muy mal. Pero que muy mal. Habrá, desde luego, que pedir responsabilidades. Pero eso no quita para que este puñetero virus esté enfermando y matando a mucha gente, que esté colapsando la Sanidad y echando a perder la economía, los empleos y las relaciones sociales. Así que nosotros, los ciudadanos de a pie, tenemos que protegernos, proteger a los demás y hacer todo lo posible y lo que nos indican las autoridades científicas para no contagiarnos hasta que erradiquemos la enfermedad o, al menos, hasta que salgan medicamentos y vacunas eficaces.

Os dejo como ejemplo un cuento de algo que nos puede pasar a cualquiera por habernos despistado un poco...


YO ERA UNA BUENA CHICA…

Siempre había sido una buena chica: responsable, familiar y estudiosa. Cuando llegó la pandemia del #Covid-19 en el 2020 estaba en primero de Empresariales en la Facultad. Me iba muy bien y había hecho nuevos amigos. Salir del instituto y entrar en la Universidad daba una sensación de libertad, de “ser mayor”, de que nos podíamos comer el mundo… Pero todo se paró en seco con el dichoso virus del demonio.

Vinieron las mascarillas, las limitaciones para salir y para reunirnos, el miedo al contagio… Mi madre perdió en trabajo, al menos temporalmente, le dijeron, y a mi padre le facilitaron un ordenador de empresa para teletrabajar en casa. Mi hermano iba bien aleccionado al instituto sobre todas las medidas de protección.

Mis abuelos vivían tres calles más abajo de nuestra casa y casi desde el principio se confinaron en el piso. Apenas salían, quizás algún día muy temprano por la mañana, cuando aún no había gente y los comercios estaban cerrados. Decían que estaban en el grupo de riesgo y que tenían que extremar las precauciones. Así que yo, que era una buena chica, me ofrecí para hacerles la compra una o dos veces a la semana, y luego me quedaba un ratito con ellos. Eso sí, con mascarilla siempre, salvo cuando nos tomábamos una cervecita, claro. Mi abuela tenía 76 años, pero una vitalidad increíble, y mi abuelo, a sus 78, conservaba un vivaracho brillo en los ojos y una sonrisa muy seductora. Les encantaba viajar. “Iremos a ver los cerezos en flor a Japón cuando termine esto", decían.

Mi amiga Ana vivía en un piso con otra compañera. A veces me iba a estudiar a su casa. Era un desahogo a la agobiante situación que estábamos viviendo. Un fin de semana me invitó a quedarme. Veríamos algo en la tele y haríamos palomitas. Así lo dije en casa, que solo estaríamos las tres. Ana había invitado a unos amigos de su curso (ella hacía Derecho), pero mantendríamos el virus a raya con mascarillas y ventilación. La verdad es que lo pasamos muy bien y volvimos a repetir el siguiente sábado y el otro también. Esta vez nos juntamos 9 y las pelis dieron paso a las cervezas y los cubatas. Empecé a preocuparme y se lo comenté al resto -yo era responsable y buena chica-, pero me tranquilizaron: éramos jóvenes, estábamos sanos, teníamos las ventanas abiertas y llevábamos mascarillas casi todo el tiempo. Así que me quedé. Lo pasamos genial y nos reímos un montón.

El jueves siguiente me encontré resfriada. Buena excusa para no ir al piso de Ana. Quizás nos estábamos pasando de confiados. El viernes mi padre se encontró mal casi de repente, tenía mucha fiebre y le estallaba la cabeza. El sábado llamó mi abuelo: mi abuela se asfixiaba, había que llevarla a urgencias…

Fuimos a hacernos la prueba del PCR. En la sala de espera se veían caras de miedo, preocupación o angustia. Cuando me tocó a mí, la enfermera me dijo: “Espero que lo hayas pasado muy bien en la fiesta”. Había visto la culpa reflejada en mi cara.

Mi abuela murió en el hospital después de una terrible semana intubada. Mi padre estuvo ingresado muy grave tres semanas. Ana, Pablo y yo, lo pasamos leve y sin problemas.

Han pasado cuatro años. Las vacunas y los medicamentos paliativos contra el coronavirus son ahora muy eficaces. Sigue habiendo algunos casos, pero no son mucho más relevantes que las gripes estacionales y ya vamos sin mascarilla a casi todos los sitios, aunque aún recomiendan su uso y es obligatoria en lugares pequeños y cerrados. La vida ha vuelto casi a la normalidad.

Yo era una buena chica… Quizás si no hubiera ido esos sábados al piso de Ana no me hubiera contagiado y no lo hubiera transmitido a mi familia. Quizás todos lo hubiéramos cogido de todas formas en otros lugares. Quizás nos hubiéramos salvado todos y ahora estaríamos todos juntos y felices. No lo sé. Nunca lo sabré. Lo que sí sé es que a mi padre le quedó alguna secuela pulmonar y a veces tiene que usar el inhalador; que no puedo mirar a mi madre sin pensar que mi imprudencia le arrebató a la suya; que mi abuelo sonríe con los ojos inundados de tristeza; que la vida de mi abuela se evaporó como un suspiro; que los cerezos en flor de Japón los esperarán eternamente.

Lo que sí sé es que aún me despierto sobresaltada por las noches escuchando la suave voz de la enfermera diciendo: “Espero que lo hayas pasado muy bien en la fiesta”.

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