Los burros de Santorini



Crucero Egeo. Julio, 2008



Una de las escalas del crucero por el Egeo fue la isla (archipiélago) de Santorini. En ese viaje íbamos un grupo de tropecientos mil amigos, que no necesariamente tenían que conocerse entre sí, entre ellos, Bado, el hermano de Adolfo, y mi madre. Al final se hicieron grupillos más manejables para las excursiones y otras actividades, por lo que sólo nos veíamos todos para la cena.

Desembarcamos en la isla en lanchas, ya que el barco no podía acercarse a la costa. Santorini es una preciosa isla volcánica y su capital, Fira, es una preciosa ciudad perfectamente encalada en blanco y con unas preciosas cúpulas azules, una auténtica postal, vamos,  pero que está a una considerable distancia del mar en el sentido más “vertical” de la palabra. Las únicas formas de subir eran con el teleférico o por una barbaridad de cuesta en zigzag, estrecha, escalonada y hecha de piedras, que no invitaba absolutamente a nada. Optamos por el teleférico. Cuando llegamos arriba, ¡alehop! Ya estaba Bado allí.
- Pero, ¿cómo has subido? ¿Cuánto se tarda?
- Oh! Muy bien, unos diez minutos.
Pasamos un día estupendo disfrutando de la ciudad y de las tiendecitas que hay preparadas para el turismo. Mi madre es una gran amante de las tiendecitas, especialmente de las tiendecitas de ropa, y allí había muchas tiendecitas de ropa, especialmente de estilo ibicenco. A mi madre le encanta el estilo ibicenco. En un momento dado, alguien pregunta: ¿dónde está Pili? ¿alguien ha visto a Pili?. Pili había desaparecido del grupo sin dejar rastro. Bien, digo yo, apuesto la mano derecha a que está en un probador. Los “bastantes” minutos siguientes hicimos turismo por los probadores de las tiendecitas de ropa estilo ibicenco de Fira hasta que apareció. Llevaba puesta su nueva adquisición, un vestido blanco, estilo ibicenco, fresquito y vaporoso.  Ese día hacía un calor de muerte, así que era de agradecer. Nuestro amigo Antonio le hizo saber que sin mucho esfuerzo podría leer la etiqueta de las braguitas, así que, además, sexi.
Como pasa en los viajes, hay tantas cosas que ver que se termina echando el tiempo encima. ¡Vamos, corriendo, al teleférico! El teleférico petao, con una cola que llegaba a Lima. ¡Bajemos por la cuesta, que llegaremos antes abajo que a la cabina! dice el animoso de Manolo. Todos corriendo hacia la cuesta. Hacia la cuesta de los burros. Habría ristras de burros, atados entre sí, que subían y bajaban con gente encima. A veces la cuesta era tan estrecha que las barrigas de los burros que subían chocaban con las de los que bajaban. Y nosotros corriendo en mitad. ¡Vamos, vamos, que perdemos la lancha! ¡aahhhh, me he quedado atrapada entre la pared y los burros, no me puedo mover! A esa hora del día la cuesta estaba alfombrada de todas las cacas y pises de los burros y un poco de paja también, eso sí, una alfombra mullida, caliente, húmeda y aromática. Pero no resultaba nada bucólico correr por allí. ¡Vamos, vamos!... Pili, ¿dónde se ha metido Pili otra vez? Pili se había escurrido en un escalón y se había pegado un buen culetazo, gracias a Dios amortiguado por una considerable boñiga. El vestido ibicenco y vaporoso iba tomando cuerpo. Y color. Pero bueno, ¡si eran diez minutos para subir y llevamos veinte de bajada y el mar está a hacer puñetas! Más cuesta de piedra en zigzag. Ni un clarito entre los burros. Y un calor sofocante. Y unos efluvios….Ya no sabe uno si no puede respirar por el aplastamiento de los burros o por los 40º C a la sombra. ¡Vamos, vamos! Me doy la vuelta a ver por dónde anda mi madre… y sí, anda detrás, chorreando, como un grifo. ¡Santo Cielo, le ha dado un yuyu! ¿Mamaaaaá, estás bien? Sí, estoy cocida, me he echado la botella de agua por la cabeza. A estas alturas el vestido ya tenía bastante consistencia… ¡Vamos, que perdemos el barco! ¡Cuarenta minutos!....
Llegamos a coger la última lancha in extremis. Y llegamos a la pequeña manifestación que se forma en la puerta los ascensores al volver de las excursiones a última hora, haciendo gala de toda la dignidad de la que uno es capaz, teniendo en cuenta que nuestro olor y nuestro color iban a la par con los de nuestros amigos los burros y que nuestras narices eran unos vistosos floreros de paja sucia. Mis zapatillas de esparto fueron directamente a la basura envueltas en media docena de bolsas y el vestido blanco, ibicenco y vaporoso no recuperó nunca su glamour.
Después nos enteramos que Bado, el hermano de Adolfo, es un deportista profesional, corre la maratón, hace triatlón y no se cuantísimas cosas más.

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